Trump despide a Scaramucci 10 días después de su nombramiento

  • - EL PAÍS / JAN MARTÍNEZ AHRENS

* Es una decisión del general Kelly en su primer día como jefe de gabinete del presidente

Llegó, vio y despidió. El general John Kelly hizo honor a su fama de implacable. Nada más tomar posesión como jefe de Gabinete, destituyó al director de Comunicación, Anthony Scaramucci, y dejó claro quién manda ahora en la Casa Blanca. Odiado dentro y fuera del Gobierno, el defenestrado había hundido en solo 10 días el ya escaso rédito oficial con sus insultos al antecesor de Kelly y al estratega jefe, Stephen Bannon. Su caída, presentada como una dimisión, es la tercera de un alto cargo en tres semanas.

 

Nada le dura al presidente. Sus apuestas más personales caen a una velocidad vertiginosa. Así ocurrió con su consejero de Seguridad Nacional, el islamófobo y extremista Michael Flynn, fulminado a los 24 días de su designación por sus mentiras sobre la trama rusa. Ahora le ha llegado el turno a Scaramucci, un pequeño tiburón financiero de Wall Street, que sin experiencia política había mostrado una bajeza insólita incluso en la selva de Washington. En su cruzada por acabar con las filtraciones que sacuden la Casa Blanca, atacó al entonces jefe de gabinete, Reince Priebus, al que acusó de ser “un jodido paranoico esquizofrénico”; insultó al estratega jefe (“yo no intento mamármela como él"), y presionó sin escrúpulos a un conocido periodista de The New Yorker para que delatará a los topos. Todo en menos de 24 horas y a cinco días de su nombramiento.

 

Los salvajes ataques de Scaramucci dieron un giro aún más inesperado cuando a la mañana siguiente el presidente despidió a Priebus y lo sustituyó por el exgeneral de marines Kelly. El gesto fue entendido como una victoria de Scaramucci, cuya llegada ya había provocado la dimisión del anterior portavoz oficial, Sean Spicer, y cuya capacidad para la intriga y la adulación al presidente parecía no tener límites.

 

El golpe de autoridad de Kelly abre ahora otra perspectiva. Aunque no está claro si Scaramucci tendrá algún cometido oficial, su salida del círculo áulico muestra que al menos Kelly es consciente del peligro que acecha a la gestión presidencial. Tras seis meses de mandato, en la Casa Blanca se ha instalado la inestabilidad y la desconexión con el Congreso cada día es mayor. Ninguno de sus grandes proyectos legislativos ha salido adelante y algunos parlamentarios, como John McCain, ya le retan en público.

 

Para superar esta fractura y poner orden interno, el presidente ha confiado el puesto de jefe de gabinete, una especie de primer ministro en la sombra, al exgeneral de marines Kelly, de 67 años. “Será uno de los mejores de la historia”, ha dicho Trump. Un pronóstico que algunos ponen en duda. Sin experiencia política ni virtudes conocidas para el pacto, el antiguo jefe del Comando Sur y exsecretario de Seguridad Interior, no es el hombre que otros gobernantes hubieran destinado a recuperar la sintonía y el consenso. Pero en el juego de Trump las comparaciones importan poco. Creador de su propio y vertiginoso ecosistema, el presidente valora por encima de todo la fidelidad y la fuerza, dos características que el general parece poseer en grado sumo.

 

El mayor reto de Kelly, con quien tendrán que despachar todos los asesores de la Casa Blanca, consistirá en recomponer el clima interno. La salida de Scaramucci parece indicar esa voluntad. Su segundo objetivo es tender un puente sólido hacia el Congreso. Una tarea que se ha vuelto prioritaria para un presidente que, pese a tener mayoría en ambas Cámaras, no logra alcanzar velocidad de crucero.

 

Nada le dura al presidente. Sus apuestas más personales caen a una velocidad vertiginosa. Así ocurrió con su consejero de Seguridad Nacional, el islamófobo y extremista Michael Flynn, fulminado a los 24 días de su designación por sus mentiras sobre la trama rusa. Ahora le ha llegado el turno a Scaramucci, un pequeño tiburón financiero de Wall Street, que sin experiencia política había mostrado una bajeza insólita incluso en la selva de Washington. En su cruzada por acabar con las filtraciones que sacuden la Casa Blanca, atacó al entonces jefe de gabinete, Reince Priebus, al que acusó de ser “un jodido paranoico esquizofrénico”; insultó al estratega jefe, Stephen Bannon (“yo no intento mamármela como él"), y presionó sin escrúpulos a un conocido periodista de The New Yorker para que delatará a los topos. Todo en menos de 24 horas y a cinco días de su nombramiento.

 

Los motivos son diversos, pero siempre recalan en un mismo punto. El desorden que se ha apoderado de la Casa Blanca, con 26 asesores presidenciales y un jefe de Estado en permanente combustión, está erosionando sus apoyos. Las encuestas revelan que la fractura social crece, y escándalos como la trama rusa alimentan la desconfianza en el bando republicano.

 

La última semana lo mostró con claridad. El Senado puso en cuarentena los planes de Trump de lograr un acercamiento con Vladímir Putin. Para ello, una abrumadora mayoría de ambos partidos blindó las sanciones decretadas por Barack Obama contra el Kremlin por la injerencia electoral de forma que el presidente no pudiese revocarlas. El resultado ha sido el anuncio de expulsión de 755 empleados de la misión estadounidense en Rusia.

 

Agriado el acercamiento a Moscú, ahora hay senadores republicanos como Lindsey Graham que han propuesto poner bajo protección parlamentaria la investigación sobre la trama rusa que dirige el fiscal especial, Robert Mueller. “Si le despiden, sería el principio del fin de la presidencia de Trump”, ha alertado.

 

En este clima enrarecido, la pulsión tuitera de Trump, su facilidad para el despido o sus constantes y dispares llamadas de atención a los legisladores han engrandecido la sombra del caos y presagian días difíciles para Kelly. El general tiene su favor su propia dureza y la admiración que le profesan el presidente; su hija, Ivanka, y el yerno, Jared Kushner. Pero ese mismo apoyo le puede costar caro. Como jefe de gabinete va a coordinar las grandes líneas maestras y, por tanto, va a tener que enfrentarse no sólo al círculo íntimo de Trump y sino los propios exabruptos presidenciales. Un trabajo complicado hasta para un general de marines.

 

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